lunes, 24 de diciembre de 2007

los diez regalos navideños más apetecidos por los narradores de mi patria

Escucho a los niños que arropados gritonean en la calle alrededor de una piñata colorinche. Cierro los ojos y me imagino vendado, ciego, con mi bate de béisbol tratando de dar en el blanco. Imagino un golpe certero, un silencio demoledor y una lluvia de dulcecitos que le alegra la vida a los narradores de mi patria. Abro los ojos y sólo veo esta casona húmeda, sin ningún tipo de adorno navideño. Los gritos persisten en la calle. Un aire helado de buenos augurios se cuela por mi boca. Lo retengo unos segundos en la garganta y luego lo entrego convertido en palabras. Es una carta que coloco en un zapato viejo, junto a la ventana. Quién sabe:


1- Una mención al paso en una entrevista a Fresán
2- Una foto digital con Paul Auster
3- Un tecito con Tess Gallagher
4- Un llamado de Sergio Gómez
5- Un mensaje de texto de Vila-Matas
6- Un BlackBerry, pantalla TFT y bluetooth.
7- Una sesión de espiritismo con Bolaño
8- Una fiesta de fin de año con Paulina Urrutia
9- Un diccionario catalán/castellano-castellano/catalán
10- Una reseña en la sección cultural del diario Benalmádena Hoy, del Ayuntamiento de Benalmádena, Provincia de Málaga.

domingo, 9 de diciembre de 2007

bolaño después de bolaño

Es sabido que desde que vivo retirado en esta casa larga de Arturo Ibañez, en Coyoacán, ya casi nadie me visita. Sólo de tanto en tanto escucho los ladridos estridentes de Manseca, el perro xoloitzcuintle que heredé de Dolores Olmedo. Casi siempre se trata del cartero que arroja una cuenta y después huye pedaleando a toda velocidad. En el peor de los casos se trata de alguno de los alumnos que formé en mi fallida vida académica.

Hace una semana, sin embargo, Manseca se quedó en silencio. Yo me encontraba recostado en el sofá de la sala, con la computadora sobre mis piernas, leyendo los blogs de algunos jóvenes que penosamente han equivocado el camino. Entonces me pareció escuchar que alguien gritaba desde la calle. Al principio pensé que los gritos iban dirigidos a una casa vecina, de modo que seguí en lo mío. Pero los gritos persistían. El silencio de Manseca, sin embargo, me resultó preocupante. A disgusto me puse de pie y me asomé por la puerta.

-Estoy llamándote hace una hora, viejo chingón –me dijo.

Tenía el mismo pelo enmarañado, las extremidades huesudas y el aspecto enfermizo que recordaba de la última vez que nos encontramos, hace quince años, en un restaurante de la Barceloneta.

-Ábreme la puerta –siguió- que ya me cago de frío-. Me fijé que Manseca estaba en el otro extremo del pasillo, en estado de alerta, con las orejas levantadas hacia atrás.

No hagamos retórica. Lo primero que pensé al verlo fue: mierda, se va a fumar los últimos cigarros que me quedan. Y fue así, tal cual, pero valió la pena. Al menos no se trataba de uno de mis alumnos y la conversación resultó interesante e iluminadora. Hablamos de la muerte, de su muerte, de lo gratificante que ha sido. Pensé que se refería al reconocimiento público, así es que le dije que a veces me avergonzaba y que eso era lo único que por el momento contenía mis propias ganas de morirme. Él levantó sus cejas por sobre los lentes redondos y, asintiendo con resignación, dijo que me estaba volviendo un viejo chocho. Obviamente ese reconocimiento le importaba una mierda. Se refería, dijo, a la inmensa cantidad de gente interesante con la que ahora podía conversar.

De todos modos dijo mantenerse informado. Todos los días se dedicaba a navegar por la web un par de horas. Me confesó que le encantaban mis listas, que se reía mucho. Pero que a veces también puteaba.

-¿Cómo se te ocurre poner a Baradit antes que a la Nona Fernández?

Le expliqué que podíamos concordar en que se trataba de un juego, un juego arriesgado pero en ningún caso azaroso. Le mostré sobre un papel la fórmula que justifica cada lugar en mis listas. Él se tomó con una mano los huesos de la barbilla, con la otra le dio una nueva chupada a su cigarrillo y se quedó así, mirando el papel, por un largo rato.

-Eres un pendejo –dijo luego, y yo entendí de inmediato que lo decía a la mexicana.

Después, de la nada, me preguntó si Jaime Quezada estaba vivo. Le respondí que no tenía idea, que hacía muchos años que no sabía de él, que probablemente todavía vivía en su confortable casita de campo, en La Florida.

-Que se pudra –remató él, volviendo a mirar el gráfico y las fórmulas de mis listas estampadas sobre el papel.

Preguntó mi opinión sobre los narradores jóvenes y no tan jóvenes de Chile. Dijo, más concretamente: trata, si puedes, de desarrollar un poco más lo que piensas de los narradores de tu patria; a veces una puta lista no basta. Reparé, claro, que dijo “tu” patria, y hasta me pareció advertir un tonito despectivo en ello. Pensé en reprochárselo, pero al final terminé hablando de Alejandro Zambra, elucubrando sobre la obra de Lina Meruane y traté de hacer presagios respecto a Pablo Rumel y a Esteban Catalán. Él me escuchó todo el rato haciendo muecas de poca convicción, enroscando los labios hacia arriba y hacia abajo, como en un estúpido juego infantil. Entonces quiso saber las razones de lo que él llamó mi retiro anticipado. En este punto le dije, terminante, que mejor no se metiera en lo que no le incumbe. Él guardó silenció y luego soltó una carcajada estruendosa.

-Eres un viejo de mierda –dijo y luego se puso a toser por largo rato.

Cuando recuperó la compostura aseguró que no tenía la menor de las dudas, que el único narrador significativo en Chile es Germán Carrasco.

Entonces lo dejé hablando solo y me fui a recostar un rato a la pieza de servicio.