domingo, 9 de marzo de 2008

el camino de la perfección

Un arbolito perfectamente podado. Pulcritud. Asepsia. He ahí el camino. Y yo practico según las medidas indicadas por el maestro-niño, a quien imagino sentado y mudo entre las escuálidas raíces narrativas de mi patria.
Escuché rumores malsanos de que me encontraba varado en un balneario de la Península de Yucatán, exponiendo sin pudor mi piel blanca y rugosa, y escuchando Tijuana Makes Me Happy en mi iPod de última generación. Calumnias. Conozco mejores formas de suicidio que el nortec y el cáncer a la piel.
Por eso practico sin moverme de mi casa larga, escuchando sólo los reclamos de Manseca.
A veces pienso que lo estoy logrando. Saludo entonces con un mantra al maestro-niño, nuestro propio Ram Bahadur Bomjan: “Mi patria tiene los narradores que se merece”. Correctos. Impecables. Inocuos. Digo y lo repito: “Mi patria los necesita”. Es un descubrimiento tardío pero ineludible. Ellos, mucho antes que yo, iniciaron el camino. La ambición rompe el saco y sólo Marín, con la muerte mirándolo de cerca, puede seguir pensando lo contrario. Lo entiendo. Yo también estoy viejo y le temo a la muerte. Pero no pienso que los años entreguen sabiduría. Al contrario. Por eso observo al maestro-niño y aprendo. Podo. Saco ramitas inútiles. Entrego mi propia vejez al aprendizaje. Marín en cambio se rebela. Aunque al menos cuenta con el amor condicional de los narradores jóvenes de mi patria. Pero nadie le sigue el paso. Ni siquiera en su cruzada por sepultar al muerto infame de Volodia. Sus ladridos me recuerdan a los de Manseca. Un perro calvo y endémico que intenta seguir siendo el guardián de algo que ya no existe.
Yo en cambio observo y practico para dar el gran salto. Podo. Y así, con mi tijera mariposa, seguiré buscando la perfección. Porque en el fondo de mi corazón beligerante sé que la única perfección posible es el silencio. Para allá vamos.