sábado, 23 de agosto de 2008

una especie de diario

Tengo tortugas en mi casa. Son dos. Dos tortugas en una pecera. No miden más de seis centímetros, aunque una es algo más grande que la otra. Se mantienen inmóviles largo rato, arrimadas a dos gruesas piedras de una textura que me recuerda el Gran Cañón del Colorado. A veces patalean y se desplazan de un lado a otro como si jugaran. Y asoman sus cabezas por sobre la superficie del agua. Lo más llamativo no es el caparazón, sino la plataforma inferior. Un escudo de tonalidades amarillas, con pequeñas manchas negras. No tienen nombre, ni lo tendrán nunca. Pero es necesario alimentarlas dos veces al día. Y mantener el agua en veinte grados. Una de ellas, la más grande, se quedó ayer atascada entre el termostato y el vidrio posterior. Permaneció ahí durante varias horas. Incluso pensé que no lograría sobrevivir. Al principio movía sus patas con rapidez, alternando las delanteras y las traseras. Después se quedó quieta. Más tarde ocultó la cabeza. A la otra tortuga no parecía importarle demasiado. Incluso se comió su ración de Reptomin. No sé cómo ocurrió. En algún momento me distraje leyendo el blog de un joven narrador de mi patria. Sus historias tienen el encanto de lo purulento. Temo por él, lloro y rezo en las noches por él. Quisiera advertirle, decirle que ya es tarde, que haga deporte, que rece en las noches sin pedir nada, que sólo escuche su murmullo herido y lo sienta extinguirse poco a poco hasta que se haga silencio. Me distraje en eso. Y cuando volví la vista a la pecera, la tortuga ya estaba libre. Subía y bajaba moviendo sus patas sin urgencia. La otra había regresado a la piedra. Parecía ser parte de la piedra. Al verla ahí, inmóvil, se me ocurrió la idea. Volveré a las pistas. Escribiré una novela sobre tortugas. Sobre dos tortugas que no tienen nada que decir.