sábado, 8 de noviembre de 2008

adicción

Acromatopsia. El oftalmólogo pronunció la palabra deleitándose en su laberíntica. Lo habitual es su transmisión genética. Algunos casos extraños, como el mío, se provocan por algún tipo de accidente. Un trauma que afecta los capilares de la retina. En resumen, veo el mundo en blanco y negro. Algunos especialistas creen que es un síntoma que anticipa el Alzheimer. Da igual. Uno ya sabe que no es posible luchar contra las enfermedades.

Ahí están ahora las coloridas fachadas de Coyoacán en blanco y negro; las tortugas; mi perro Manseca, la pantalla de la computadora. Lo más extraño es la sangre. La sangre intensamente negra. No es en nada diferente a las dos líneas de cerámica que atraviesan el pasillo de mi casa larga, como rieles de un tren que conduce a ninguna parte. O a la tierra de un macetero que no riego hace meses. O a mi bata de levantarme. Sangre. Sangre negra.

Lo leí en un graffiti hace algunos días, al costado de una academia de conductores: “no puedes matar lo muerto”. Abajo, casi chocando con la vereda, una firma: Paynar. ¿Cómo vivir entonces sin un blog? Es un asunto de opciones, de falta de. No somos pecadores porque pecamos, pecamos porque somos pecadores.

Y yo siento una adicción malsana por los jóvenes narradores y narradoras de mi patria. Se me han metido dentro como un veneno. Pero ellos me están dejando sólo. Desprecian los blogs y, según he sabido, pretenden publicar sus libros en papel. Voluntades delirantes que chocan, sacan chispas. Son adictos igual que yo. Es la naturaleza del cuerpo. Ellos son adictos al papel, no pueden vivir sin el papel. La falta de papel los pone violentos. Leen libros de papel para olvidar que están enfermos. Uno tras otro. Huelen sus páginas, recorren con las yemas de los dedos su geometría predecible. Se alivian un poco. Pero la sed vuelve, no se acaba nunca. Una sed por la cual son capaces de traicionar a sus amigos. Se enfrentan unos con otros, poseídos, sacan chispas. Pero no hay salida. No hay descanso. Los árboles no son infinitos. Lo describe Dante en el séptimo círculo: Árboles sangrantes esperando el día del Juicio donde todos nos colgaremos de nuestras propias ramas.

La culpa nos vuelve vulnerables primero. Después nos pone violentos. Somos víctimas y secretamente queremos ser victimarios. Colaborar con el mal, conseguir que se cumpla su mandato. Decimos ‘no’ sin énfasis, sin fondo, histriónicos.

Mi amiga Lili dice que es mentira que quienes no aprenden de la historia están condenados. Es mentira por una razón simple: no existe la historia, todo lo que somos está eternamente en nosotros. La sangre negra seguirá siendo derramada, por los siglos de los siglos. Y nadie es inocente. Mi amiga Lili también vive en Arturo Ibáñez, a ocho cuadras de mi casa, en dirección a Magdalena. Habla de Kierkegaard y de El show de los sueños con idéntica propiedad. Vive sola igual que yo. Usa lentes oscuros porque dice que le molesta la luz del día. Cubre los espejos de su casa porque dice que su imagen se le antoja monstruosa.

Los jóvenes narradores y narradoras de mi patria ya no pueden comer, ni dormir, ni salir a la calle, ni cagar tranquilos. Necesitan satisfacerse. Yo tampoco puedo comer, ni dormir, ni salir a la calle, ni cagar tranquilo. Pero mi sed es otra. Ellos necesitan del papel, yo los necesito a ellos. Por eso imagino una y otra vez una gran fiesta. Todos los narradores y narradoras de mi patria reunidos en esta casa larga. Los viejos y los jóvenes. Los vivos y los muertos. Sueño idiota, de viejo que coquetea con el Alzheimer. Es una fiesta formal, de gala. Un piano suena de fondo. Entonces agradezco a todos su presencia. Es la señal. Los más jóvenes lo saben y de inmediato se lanzan sobre los viejos. La fiesta ha comenzado. A mordiscos le arrancan sus partes, chupan su sangre y la escupen sobre el piso. Ahora suena un hip-hop. Cypress Hill. Yo observo todo sentado en mi sillón viejo. Observo en blanco y negro. Orejas desgarradas sobre la alfombra, ojos pisoteados, sangre, sangre negra. Primero es un trepidar constante de dientes que trabajan. Luego risas. El final es hermoso. Todos desnudos, ellos y ellas, se lamen unos a otros, se limpian, minuciosos, solidarios.

De regreso de mi visita al oftalmólogo pasé frente a la casa de mi amiga Lili. Dudé, pero finalmente golpeé su puerta. Necesitaba pronunciar la palabra en voz alta. Sentir su textura. Insistí algunos minutos pero nadie abrió la puerta. Acromatopsia. Acromatopsia. Escribirla no es lo mismo.

lunes, 3 de noviembre de 2008