miércoles, 29 de julio de 2009

epitafio

Aquí yace el rey de la simulación.



¿Aquí yace el rey de la simulación?

martes, 28 de abril de 2009

jueves, 22 de enero de 2009

flores para don ricardo

No lo conozco. O lo conozco demasiado. Ya se sabe que esta nueva dimensión de la cercanía abre zanjas oscuras y misteriosas en el lomo más fiero y en el rostro más fuerte. ¿O es al revés? Yo no sé. Nos tratamos sin vernos las caras, sin movernos de nuestros respectivos destierros, yo en el D.F. y él en algún rincón canadiense. Aunque en el último tiempo don Ricardo sí anduvo ejercitando el desplazamiento innecesario, la búsqueda absurda de una identidad sin remedio. Yo sí vi su cara, fisgoneando por entre unas cortinas chillonas y grasientas.

Creo que fue a raíz de alguna de mis listas. O quizás nos acercó una mutua admiración por el maestro-niño. Quién sabe. Por mi parte hurgaba dentro de su caja de cartón con agrado y constancia. Pese a no ser un joven narrador de mi patria, a veces lo parecía. Había comenzado a leer con compulsión. Y como ellos, estaba enganchado del papel. Pero también del alcohol.
Entonces comenzó a acosarme. Con la misma pertinacia de algunos jóvenes narradores que no descansan hasta conseguir mi e-mail, para bombardearme luego con peticiones sin sentido: un artículo para una revista, un consejo, un lanzamiento al vacío. Sólo una diferencia, sus correos nunca trajeron palabras hirientes contra algún joven o no tan joven narrador de mi patria. Su curiosidad por saber qué escribían ellos, los jóvenes narradores de mi patria y la suya, no tenía límites, y al poco andar se convirtió en un amor sincero y puro. La curiosidad, ya se sabe, es la antesala del amor y del bolero.

Don Ricardo me pidió que lo guiara. Le dije que el único consejo que podía darle era que se mantuviera atento a mis listas y que siguiera escribiendo su vida minuciosamente. Fue la época en la que ya planeaba el regreso. Traté de desalentarlo, a veces hasta con exceso de vehemencia. Recuerdo un intercambio de opiniones de entonces. Le dije: sáqueselo de la cabeza, don Ricardo, la patria nos ha dejado a ambos para siempre, aunque por distintas razones. Podríamos decir, como algunas diosas iluminadas de entusiasmo y afectación, que la patria no existe. Pero es mentira. La patria existe, la patria es, la patria está. Pero allá lejos, fuera de nuestro alcance. Es el problema de haber jugado con las palabras a la ruleta rusa, don Ricardo.

Su respuesta no dejó de sorprenderme. Más que nada por el tono. Cierto atrevimiento impropio en sus modos más bien comedidos y respetuosos. Dijo: No crea que soy tan huevón, doctor, no me subestime como a todos sus jóvenes narradores. Hemos hecho maravillas con las palabras. Y entiendo perfecto el dolor que eso conlleva. Entiendo que con los pies en el barro nuevamente, ese barro que se forma al final de la calle, con la lluvia inclemente del invierno maulino, no tendré más alternativa que guardar silencio. No me asusta. Nací, quizás, para eso. No como usted, que pese a sus pataletas ahí sigue, traficando. Y por favor no me diga más “don”, que podría ser su hijo.

Entendí que probablemente estaba borracho. Y supe también que ya iba en camino de regreso.
Fueron correos extenuantes los que vinieron a partir de entonces. Le sugerí que los subiera, que sus amigos y amigas virtuales se lo agradecerían, pero don Ricardo estaba empeñado en dejarme como único testigo de su desacierto. Me habló de un marzo caluroso en Santiago. De un encuentro extraño con un ciego, en la Plaza de Armas, el mismo día en que bajó del avión y se fue a quedar en una pensión llena de peruanos. De sus posteriores caminatas por Recoleta, como un fantasma, sin que nadie lo reconociera y sin que él reconociera a nadie. Tomó cerveza, se peleó con el dueño de una shopería por unas papas fritas recalentadas, hojeó los diarios nacionales, en papel, y a la semana ya se los supo de memoria. Me dijo que había comenzado a entenderme, porque muchas veces leyó mis escritos sin saber exactamente a qué me refería.

Entró por casualidad a un recital poético. Él sólo quería comer papas fritas, dijo. En sus pocos días en Chile se había vuelto un adicto a las papas fritas. Papas fritas con cerveza, esa era su dieta. Entró a una cantina. A una fuente de soda, aclaró, de esas iguales a las que recordaba, que ya son pocas en Santiago, doctor, pero son. Descubrió alguna en Independencia, por ejemplo, otra en el centro, entre una tienda de sombreros y una de zapatos a granel. Y esa fuente de soda perdida en una esquina de Providencia, donde entró por papas fritas y se encontró con poetas.

Si hay algo más triste que los jóvenes narradores de la patria, doctor, esos son los jóvenes poetas de la patria, dijo. Me describió a un grupo de jóvenes barbones recitándose entre ellos unos poemas llenos de entereza moral y de lecturas. Era como si estuvieran dando un examen frente a una comisión de doctorado en letras, dijo, y ante un tribunal de honor y disciplina al mismo tiempo. Era como si el público –que eran ellos mismos- pudiera denunciarlos en cualquier momento ante la autoridad vigente. No intercambió palabras con nadie, aunque imaginó que alguno de esos jóvenes y melancólicos poetas podía quizás haber leído su blog en alguna de sus tantas noches de aburrimiento. Se imaginó parándose sobre una mesa y gritando: Yo soy Ricardo Flores Rovira, aquí me tienen, hagan conmigo lo que quieran. Luego pidió la cuenta y se fue justo cuando uno de los jóvenes explicaba que el siguiente poema pertenecía a una trilogía de textos en prosa sobre el desarraigo y el imperialismo cultural.

También me contó de su regreso a Romeral, de ciertas tías y tíos que no sería capaz de identificar, idénticos a otras tías o tíos que dejó hacía ya más de quince años. O quizás eran los mismos, dijo, sentados en sus mismas sillas de mimbre, con los mismos dientes careados y no otros, las mismas grietas en la piel, las risas desencajadas, los comentarios lapidarios y los cuentos de dudosa moraleja.

Después de algunas semanas de silencio me avisó que había estado investigando en los anales de la biblioteca municipal, en los archivos del juzgado, en Curicó, entre algunos testigos civiles y militares, y que necesitaba comunicarme algo. Personalmente. Un descubrimiento. Usted ya sabe a lo que me refiero, doctor ¿Verdad? Por supuesto, ya nunca más le respondí. Ni siquiera cuando me comunicó que llegaba al DF, una tarde nubosa de agosto.

Durante varias semanas evité salir de la casa. No me fue difícil, había entrenado durante largos años para eso. Miraba, eso sí, por entre las cortinas del living. Autos japoneses, un camión de mudanzas que siempre pasaba vacío, niños con uniforme corriendo hacia la escuela y mi amiga Lili, con sus lentes oscuros y sus bototos de la central de trabajadores, caminando lento hacia la Higuera. Dos veces tocó el timbre y se quedó esperando. Llamaba a Manseca a través de la juntura del portón y él, pese a mis gestos de amenaza, no dejaba de ladrar y mover la cola. Lili siempre fue su favorita.

Hasta que una tarde lo descubrí escudriñando las fachadas de las casas de Arturo Ibáñez. Tenía un mapa en la mano y un bolso azul colgando del hombro. Miraba las casas como si las tasara. Detuvo a una mujer gorda y le preguntó algo. Ella levantó los hombros y siguió su camino. Al poco andar, sin embargo, giró para mirarlo de nuevo. Don Ricardo estaba justo frente a mi casa, en la vereda contraria, mirando el piso como si intentara recordar algo. Lo había imaginado más bajo y más moreno. No era alto, pero sí corpulento, y aunque de pelo negro y liso, su piel era extremadamente blanca, como la de un marino noruego. Miro otra vez el mapa y luego siguió escrutando las casas del barrio. Volvió a pasar un par de veces esa semana. Después nunca más volví a verlo.

Sé que se tejen entorno a su silencio algunas hipótesis. Que volvió a la pensión en el centro de Santiago, saludó a algunos peruanos, se encerró en su pieza, se desnudó y se pintó entero de rojo, se metió un pepino en el culo y se ahorcó con un cinturón de cuero de foca que compró antes de partir de Quebec; a sus pies dejó abierto el último libro que logró deslumbrarlo, a modo de homenaje. Que volvió a Romeral y en su casa de infancia, sin televisión ni computadora, toma todo el día cerveza y come las papas fritas que le preparan especialmente para él en el pool de la señora Toña. Que su mujer, una rumana estricta y buena moza, llegó a Chile con sus dos hijos y, después de internarlo en una clínica de rehabilitación alcohólica, partieron todos juntos de regreso a Canadá; ahora viven felices en una casita sobre las colinas nevadas. Que se subió a un taxi acá en el DF y el chofer se lo llevó a la Colonia Palmitas, donde cuatro tipos lo tuvieron varios días en la pieza trasera de un prostíbulo, golpeándolo de día y de noche, y pidiéndole un nombre a quien reclamar el rescate. Don Ricardo no tenía a quien nombrar, de modo que se mantuvo en silencio hasta que lo soltaron. Desde entonces vaga por el DF, feliz e indocumentado, sin recordar nada de tantos golpes que le dieron en la cabeza.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

desgranados

Un joven narrador de mi patria me envía una copia digitalizada de un manjar anclado en las nostalgias veraniegas. Me dijo que necesitaba sopesar su propio ranking con el mío, porque si esperaba a la señorita Espinosa, con ese, estaba perdido: demasiados odios reunidos en un solo libro debe haberle provocado un síncope. Eso me dijo el joven en el mail al que adjuntó el PDF. No daré su nombre, para evitar que sea sometido a escarnio. La estigmatización es una vieja práctica en la historia narrativa de mi patria. De cualquier modo he disfrutado la degustación, aunque hay más porotos viejos de los que hubiese deseado. Me gustan los tiernos, ya se sabe, crujientes, sin esos pelos odiosos que llegan con el tiempo. Las conclusiones son sencillas. Es evidente que el instigador les sacó varios cuerpos de ventaja a los otros: es muy probable que partiera antes, que eliminara a los competidores más fuertes, que abusara de su rol de chef. El maestro-niño muestra la hilacha; se extraña a Nona Fernández, a Pedro Lemebel y a Sergio Missana; la agrupación por orden alfabético demuestra una vez más su eficacia.

Mi orden, en cambio, es de mejor a peor, resignado como estoy a esta minuciosa labor de perder el tiempo. Aquí va:

1- Matamala, Tito
2- Gómez, Andrés
3- Mellado, Marcelo
4- Bisama, Álvaro
5- Simonetti, Marcelo
6- Contreras, Larissa
7- Azócar, Pablo
8- Kaiser, Cristián
9- Elphick, Lilian
10- Jara, Ximena
11- López-Aliaga, Luis
12- Collyer, Jaime
13- Labbé, Carlos
14- Ayala, Ernesto
15- Iturra, Carlos
16- Apablaza, Claudia
17- Basso, Carlos
18- Jara, Patricio
19- Tromben, Carlos
20- Viera-Gallo, María José
21- Rolleri, Gianfranco
22- Meruane, Lina
23- Baradit, Jorge
24- Costamagna, Andrea
25- Muñoz Valenzuela, Diego
26- Ortega, Francisco
27- Torche, Pablo
28- Cabrera, Alejandro
29- Meier, Sergio
30- Zambra, Alejandro
31- Jeftanovic, Andrea
32- Díaz Eterovic, Ramón
33- Sepúlveda, Alfredo
34- Radrigán, Flavia

sábado, 8 de noviembre de 2008

adicción

Acromatopsia. El oftalmólogo pronunció la palabra deleitándose en su laberíntica. Lo habitual es su transmisión genética. Algunos casos extraños, como el mío, se provocan por algún tipo de accidente. Un trauma que afecta los capilares de la retina. En resumen, veo el mundo en blanco y negro. Algunos especialistas creen que es un síntoma que anticipa el Alzheimer. Da igual. Uno ya sabe que no es posible luchar contra las enfermedades.

Ahí están ahora las coloridas fachadas de Coyoacán en blanco y negro; las tortugas; mi perro Manseca, la pantalla de la computadora. Lo más extraño es la sangre. La sangre intensamente negra. No es en nada diferente a las dos líneas de cerámica que atraviesan el pasillo de mi casa larga, como rieles de un tren que conduce a ninguna parte. O a la tierra de un macetero que no riego hace meses. O a mi bata de levantarme. Sangre. Sangre negra.

Lo leí en un graffiti hace algunos días, al costado de una academia de conductores: “no puedes matar lo muerto”. Abajo, casi chocando con la vereda, una firma: Paynar. ¿Cómo vivir entonces sin un blog? Es un asunto de opciones, de falta de. No somos pecadores porque pecamos, pecamos porque somos pecadores.

Y yo siento una adicción malsana por los jóvenes narradores y narradoras de mi patria. Se me han metido dentro como un veneno. Pero ellos me están dejando sólo. Desprecian los blogs y, según he sabido, pretenden publicar sus libros en papel. Voluntades delirantes que chocan, sacan chispas. Son adictos igual que yo. Es la naturaleza del cuerpo. Ellos son adictos al papel, no pueden vivir sin el papel. La falta de papel los pone violentos. Leen libros de papel para olvidar que están enfermos. Uno tras otro. Huelen sus páginas, recorren con las yemas de los dedos su geometría predecible. Se alivian un poco. Pero la sed vuelve, no se acaba nunca. Una sed por la cual son capaces de traicionar a sus amigos. Se enfrentan unos con otros, poseídos, sacan chispas. Pero no hay salida. No hay descanso. Los árboles no son infinitos. Lo describe Dante en el séptimo círculo: Árboles sangrantes esperando el día del Juicio donde todos nos colgaremos de nuestras propias ramas.

La culpa nos vuelve vulnerables primero. Después nos pone violentos. Somos víctimas y secretamente queremos ser victimarios. Colaborar con el mal, conseguir que se cumpla su mandato. Decimos ‘no’ sin énfasis, sin fondo, histriónicos.

Mi amiga Lili dice que es mentira que quienes no aprenden de la historia están condenados. Es mentira por una razón simple: no existe la historia, todo lo que somos está eternamente en nosotros. La sangre negra seguirá siendo derramada, por los siglos de los siglos. Y nadie es inocente. Mi amiga Lili también vive en Arturo Ibáñez, a ocho cuadras de mi casa, en dirección a Magdalena. Habla de Kierkegaard y de El show de los sueños con idéntica propiedad. Vive sola igual que yo. Usa lentes oscuros porque dice que le molesta la luz del día. Cubre los espejos de su casa porque dice que su imagen se le antoja monstruosa.

Los jóvenes narradores y narradoras de mi patria ya no pueden comer, ni dormir, ni salir a la calle, ni cagar tranquilos. Necesitan satisfacerse. Yo tampoco puedo comer, ni dormir, ni salir a la calle, ni cagar tranquilo. Pero mi sed es otra. Ellos necesitan del papel, yo los necesito a ellos. Por eso imagino una y otra vez una gran fiesta. Todos los narradores y narradoras de mi patria reunidos en esta casa larga. Los viejos y los jóvenes. Los vivos y los muertos. Sueño idiota, de viejo que coquetea con el Alzheimer. Es una fiesta formal, de gala. Un piano suena de fondo. Entonces agradezco a todos su presencia. Es la señal. Los más jóvenes lo saben y de inmediato se lanzan sobre los viejos. La fiesta ha comenzado. A mordiscos le arrancan sus partes, chupan su sangre y la escupen sobre el piso. Ahora suena un hip-hop. Cypress Hill. Yo observo todo sentado en mi sillón viejo. Observo en blanco y negro. Orejas desgarradas sobre la alfombra, ojos pisoteados, sangre, sangre negra. Primero es un trepidar constante de dientes que trabajan. Luego risas. El final es hermoso. Todos desnudos, ellos y ellas, se lamen unos a otros, se limpian, minuciosos, solidarios.

De regreso de mi visita al oftalmólogo pasé frente a la casa de mi amiga Lili. Dudé, pero finalmente golpeé su puerta. Necesitaba pronunciar la palabra en voz alta. Sentir su textura. Insistí algunos minutos pero nadie abrió la puerta. Acromatopsia. Acromatopsia. Escribirla no es lo mismo.

lunes, 3 de noviembre de 2008