domingo, 5 de octubre de 2008

mi lucha

Ya bordeaba los cuarenta cuando, vagando por San Diego, entré al Teatro Caupolicán y tuve por primera vez frente a mis ojos la más nítida y didáctica representación de la existencia. Era Tino Benvenutti contra La Cobra, encaramados en un ring chillón y acolchado por todas partes. Era un público que se inventaba el entusiasmo y se convertía con gusto en pantomima, era un relator que manejaba a medias los rudimentos de la elocuencia, era una lucha sangrienta y poco caballerosa, donde en un momento incierto La Cobra le arrancó los ojos a Tino y el estruendo de la multitud me apretó la boca del estómago y casi pierdo la conciencia. El bien y el mal enfrentados en un cuadrilátero de mentira, las preferencias marcadas hacia Benvenutti y un niño que lloraba a mi lado por los ojos del héroe que reptaban como cucarachas por la lona celeste. Más tarde los militares se apropiaron del espectáculo y por medio de la Televisión Nacional le dieron el glamour macabro y pretencioso de los ochenta. Pero a mí entonces ya no me importaba. Ya vivía en México y en el Arena Coliseo del DF había presenciado jornadas gloriosas de sudor y sangre, donde El Solitario, Septiembre Negro, Iván El Bronco y Ángel Azteca conseguían que el aire caldeado de la noche se convirtiera en un ventarrón de vida pura y definitiva, donde la muerte estaba tan cerca y tan lejos que sólo cabía homenajearla con un escupo verde sobre el cemento de las graderías. Luego el pisotón soberbio, la burla, la confirmación de formar parte, por el momento, del espectáculo. Aunque por sobre todos, La Máscara Sagrada. Una presencia sin boca, una hecatombe interior sin espacio siquiera para la queja. Tigre blanco, erguido en el centro del ring con su capa roja, visible hasta desde la última fila de la galería y, sin embargo, oculto del mundo tras una máscara rígida, verde y negra, con sólo dos boquetes para los ojos. Una pira ardiendo sobre su cara, escondiéndolo para siempre, vocación inapelable por el gesto coreográfico sin nombre propio, la figura humana en su representación de majestuosidad y farsa, en su lucha insolente y memorable, su inútil intento por vencer la nada.